Su destacada huella en Madrid
Si la obra de Coullaut-Valera destaca, precisamente hay que atribuirle a Madrid este cometido. Allí se instalaría a vivir, y para Madrid compuso sus obras más celebradas si le añadimos las que realizara en Sevilla.
En la calle Luchana está situado el Monumento a los Saineteros. Fue inaugurado en el mes de junio de 1913. Se trataba de rendir homenaje a un grupo de dramaturgos y compositores que le dieron brillo y prestancia a su trabajo en los escenarios madrileños de la época. Ramón de la Cruz, Ricardo de la Vega, Federico Chueca y Francisco Asenjo Barbieri. Ellos compusieron esas obras pegadas literalmente a la memoria colectiva, tales como La verbena de la paloma, La canción de la Lola o La casa de Tócame Roque. En lo alto de monumento, una pareja de chisperos y otra del Madrid castizo del siglo XIX.
El dedicado a Ramón de Campoamor está situado en pleno Parque del Retiro. Hay que tener en cuenta la legión de seguidores de este poeta, prácticamente olvidado hoy en día. En el monumento se enfrenta Campoamor con tres lectoras, símbolos de las edades femeninas. La más joven se separa del grupo, pero fija su vista en el homenajeado. La que tiene la edad media le da unas flores, y la de más edad mira al poeta, sentado. A los lados se alzan los monumentos “¡Quién supiera escribir!” y “El gaitero de Gijón”.
“Menéndez y Pelayo. 1856 – 1912.” Fue un lector voraz, hambriento de los saberes que se ofrecían allá donde quisiera estar. Su temprana muerte, con solo un año de diferencia con la de Coullaut-Valera, nos deja sumidos en el horror vacui. Fue lector y escritor, facetas clásicas donde las haya. Diputado a Cortes, académico de Historia, de Ciencias Morales y Política, de Bellas Artes de San Fernando… Director de la Biblioteca Nacional de España, en ese lugar fue erigida la estatua que nos lo recuerda. Enfrascado en la lectura de un libro. Como siempre hacía. Menéndez y Pelayo no tuvo tiempo para leer las páginas que abrían su insaciable apetito de lector compulsivo. Es curioso, pero salió a la palestra más de un enemigo visceral. Claro está que las dos Españas se estaban gestando, pero aún no habían llegado al miedo que terminaría provocando la guerra que no pilló a Coullaut-Valera.
Si salimos de la Biblioteca Nacional y cruzamos el Paseo de Recoletos, nos encontraremos con el busto de don Juan Valera. Tallado por su sobrino Lorenzo, en la chaqueta hay rastro de la dureza primitiva de la piedra, madre de toda escultura que eche mano de ella. Aparece sentada, tocándose ligeramente el pecho con la mano derecha, un personaje que podría ser su inmortal Pepita Jiménez. Esta estatua tiene un precedente de treinta años si nos fijamos en la fecha que le sirvió a Coullaut-Valera para terminarla. Juan Valera con vida sirvió para allanarle el camino desconocido a su sobrino.
Hay un monumento en Madrid que se debe a Lorenzo Coullaut-Valera y a su hijo Federico. Se trata del dedicado a Serafín y Joaquín Alvarez Quintero. Para hacernos una idea de su importancia, digamos que ambos fueron elegidos como académicos de la lengua, y que fue Luis Cernuda un ferviente defensor del papel de jugaron: una nota a modo de agenda sobre los Quintero fue encontrada en su máquina de escribir cuando murió. Lorenzo no pudo terminarlo, ya que 1932 fue el año designado para morir. Sí pudo finalizar la parte más importante, donde una mujer recibe los elogios de un caballista que lleva el sombrero en la mano. Su hijo Federico remató el conjunto con maestría.
En el año 1605 se celebró el trescientos aniversario de la primera edición del Quijote. Con ese motivo se descubrió una lápida diseñada por Lorenzo Collaut-Valera para celebrar tal acontecimiento en la calle Atocha, número 87, lugar donde estaba la imprenta de Juan de la Cuesta. Arriba está Cervantes, y en la escena de abajo se puede contemplar a don Quijote ensimismado y al bueno de Sancho Panza.
Coullaut-Valera se presentó al concurso destinado a conceder el Monumento a Cervantes en plena Plaza de España de Madrid, y finalmente fue el encargado de realizarlo. Una obra que medía 35 metros de alto sería la protagonista. Don Miguel ocuparía un lugar de preferencia. Arriba de su efigie, los mundos español y americano. Y más abajo, como pasando de las musas al teatro, están don Quijote y Sancho. El primero monta a Rocinante. El segundo hace lo propio con Rucio. Tampoco podía faltar Aldonza Lorenzo o Dulcinea del Toboso. Como un tercer paralelismo, La Gitanilla y Rinconete y Cortadillo, novela esta última elegida por Federico Coullaut-Valera para representar a su hijo…